IV

En las reservas de animales salvajes, cada vez más en desuso, organizadas a modo de safari ficticio por una naturaleza más mal que bien reconstruida, siempre hay un operario con una barra, a la salida del recinto de los primates, que asusta y expulsa con vehemencia a los que han descubierto, sobre todo los mandriles, que la mejor forma de escapar de su cautiverio, la única escapatoria, es salir montados en los coches. A pesar de que lo intentan, ninguno lo consigue; pero en desagravio y como muestra de descontento, se orinan en los parabrisas. En otro lugar, a las puertas de una institución de prestigio, un cartel bien visible en las transparentes puertas de cristal, enmarcadas en un conjunto arquitectónico sofisticado, transmite un mensaje que sirve de recuerdo, recomendación e instrucción a ejecutar: "ASEGÚRESE DE CERRAR BIEN LA PUERTA. NO FACILITE LA SALIDA A NINGUNA PERSONA (PUEDE SER UN RESIDENTE)". El cristal no se resquebraja, los cimientos no tiemblan, no pasa nada; la normalidad es un eufemismo real, una manera neutra y violenta de anunciar, por si alguien no lo sabía, que estamos en un centro de internamiento y que los residentes, esto es, los ancianos, son prisioneros de por vida, la que les queda, de una IDEA, de la idea de otro(s) sobre los tiempos y los espacios de (la) existencia. La imagen del pensamiento que se traiciona a sí misma y se convierte en pesadilla. A modo de compensación, triunfo póstumo de los que ahí esperan, aguardan su final, aquellos que cruzan el umbral de una lado a otro, y se encuentran con residentes implorando por salir, algún día, no muy lejano, tanto visitantes como empleados, también contemplarán el mundo tras muros de cristal límpido. Todavía no lo saben, pero están viendo SU futuro, la cárcel en filigrana del pensamiento que les aguarda.