XII

La asignación de valores constantes, fijos y estables sólo se justifica desde su carácter eterno o su naturaleza histórica, el mayor rigor e inmovilidad de los primeros no representa una oposición a los segundos, porque en el fondo comparten lo esencial: están dados. Si es la eternidad la que está al mando, el propio conocer puede ser santificado con independencia de lo que se conozca, todo ejercicio de representación será bueno y loable; si la historia toma las riendas, el conocimiento de cada época, verse sobre lo que verse, se tendrá en alta estima y se propondrá como modelo a seguir. La sociedad del conocimiento es el resultado de la desvalorización generalizada del obrar y del mundo, del profundo rechazo al acto de creación, a la puesta en cuestión como actitud básica del valorante. Todo puede y debe ser conocido porque nada vale nada o todo vale lo mismo; con suma diligencia, se desmantela y divide la imagen del pensamiento para organizar el reparto de las representaciones espúreas, los restos del banquete del saber, entre las comunidades planetarias de especialistas, técnicos y diletantes.

XI

El conocimiento no conoce en todas las ocasiones objetos de valor, luego, el acto de conocer no es valioso de por sí, está sujeto a contingencias e imprevistos que modulan en cada caso su apreciación. Para que cualquier conocimiento sin excepción fuera inestimable tendría que existir un valor original, fuera de toda validez real, que dictaminará a priori lo valedero y, por necesidad, un validador universal que vigilará el buen funcionamiento de las tablas de valores. Tal firmeza valorativa y tal sujeto trascendental no existen, y si existieran en realidad actuarían en contra de la naturaleza crítica del valor y acabarían por destruirlo. Del mismo modo, lo que se conoce sólo puede poseer valor, antes del acto de la valoracion, si se aplica el mismo esquema excluyente. En uno y otro caso, la independencia del valor y su objeto conducen al conocimiento a su autodestrucción o al colapso. Conocer no produce valor porque sólo se da en el accidente singular de lo conocido valioso o de la valía conocida, mutua infiltración del acto y el objeto, de la intención y la obra.

X

Es fácil imaginar quien no tiene más remedio que representarse y tomar a cargo la (in)existencia del valor como juicio relativo o imposible de concebir, bajo las formas intercambiables de la mera opinión o la sentencia. Siempre que se equipara a lo dado, el único sujeto posible de la estima de los valores es un espectador que se desentiende de la creación, un receptor que se consuela con las respuestas sin saber ni crear las preguntas fundacionales. No participar en la tarea de la génesis del sentido, acarrea la consecuencia de no entender por qué tiene valor lo que vale por sí mismo, porque se contempla desde una posición meramente exterior, poco comprometida, ajena a lo sucedido. La falta de experiencia creativa imposibilita apreciar la importancia y el interés desde el interior de la propia obra. El acto de valor quedará para siempre en manos de otros y, en consecuencia, entrará en el mercado de los valores, que fijarán un precio que todos podrán reconocer, un equivalente abstracto, para aquellos que no tienen ningún interés real.