XIV

La coreografía de las formaciones militares, ordenadas en hileras y filas, braceando y marcando el paso, es una muestra de mal gusto, rigidez patológica y control del cuerpo. La desaparición del servicio militar en muchos países, la democratización relativa de los mandos y las tareas humanitarias asignadas, ocultan, más allá de su aparente decadencia, un hecho más funesto: el espíritu militar, la obsesión enfermiza por el orden y la uniformidad, se ha disuelto, extendido y penetrado en todos los ámbitos de la sociedad. El ejército a la antigua usanza sólo ha desaparecido para renacer con más fuerza camuflado bajo otras máscaras. La imagen del pensamiento esclerótica ha triunfado, impuesto su ley marcial; las jerarquías estériles de todo tipo se han multiplicado. Basta con comparar las imágenes del siglo pasado de las personas en las ciudades con las actuales, para observar como se ha pasado de unos movimientos relativamente espontáneos, desordenados y caóticos, con abundantes zonas de reposo y pereza, asociadas a un predominio de trayectorias erráticas, recurrentes y curvilíneas, a una estandarización y regularización de los transeúntes que siempre saben adónde van, por dónde y no se permiten desviarse de su objetivo, sin pausa o con pausas ordenadas, con zonas de descanso preestablecidas, junto a una preponderancia de las trayectorias deterministas e irreversibles según el modelo de la línea recta. No tienen nada que envidiar a un desfile militar impecable. De pasear de cualquier manera, de deambular sin rumbo fijo, y poder pararse en cualquier sitio, se ha pasado a caminar en una dirección única, bajo la vigilancia de los lugares indicados para hacer una parada. Es adecuado pararse el tiempo necesario en el andén, pero es motivo de sospecha pararse demasiado o detener la marcha en los pasillos, más todavía si se forma un grupo; en todo caso, es un obstáculo al buen funcionamiento del tráfico de los ciudadanos. El individuo ha sido reducido a un habitante de la ciudad, sometido a sus trazados, a un civil móvil bajo jurisdicción de corte militar. Se trate de ir al trabajo, ir de compras, salir de vacaciones, hacer cola, manifestarse o estar en huelga, la normalidad es el valor proclamado y exigido por los propios participantes. Sin incidentes. Lo mismo podría aplicarse a la expresión de los rostros; la jovialidad o la pesadumbre, la alegría o la tristeza, se ha transformado en la faz inexpresiva del usuario del transporte público, modelo ejemplar del nuevo hombre, del soldado del siglo XXI. Todo está en orden.

XIII

No hay nada más veloz que el pensamiento, ni la luz puede alcanzarlo; antes de de que el más mínimo rayo toque la retina, el pensamiento ya está en otra parte, se ha desplazado, es el desplazamiento del desplazamiento al infinito. El límite que marca la velocidad de la luz sólo afecta a las cosas visibles; las ideas brotan en el intersticio, el hiato de lo sensible, en el intervalo de las luminosidades, cerco invisible de la visión, punto ciego de la retina. La representación, el orden de las representaciones, que subordina el pensamiento al acto útil, productivo y lógico, sancionado por un sentido común vigilante, es de clara inspiración militar, y cada vez más. La velocidad del acto como forma de sabotear el pensar, estratagema de anulación, saturación mental, la necesidad imperiosa de ir cada vez más rápido para no pensar en nada, tiene su origen en las necesidades propias de los ejércitos. Actuar sin pensar, sin cuestionar las órdenes, es la instrucción básica, la directriz que sostiene el conjunto. La velocidad es indispensable para que el pensamiento no ponga en peligro la misión, la ejecución de una acción determinada. No es una acción cualquiera ni una velocidad escogida al azar. El acto debe responder a unas coordenadas repetibles, precisas, que el sentido común debe coordinar, a fin de pasar de uno a otro, en una secuencia previsible, tanto en su desarrollo como en sus resultados. El frenesí, aunque límite al que tiende toda sociedad militarizada, no es la norma; la velocidad no debe impedir ejecutar el mínimo cálculo mental necesario para seguir la pauta instituida. Demasiado lento significa la suspensión del acto; demasiado rápido, la imposibilidad de mantener la coordinación, el atolondramiento, la zozobra, el caos en las filas. Se trata de actos sensatos a velocidades sensatas. La sensatez es la reducción del pensamiento a mínimos, la estricta vigilancia y control, la supervisión de las órdenes a ejecutar, el seguimiento del plan de trabajo. La clave del mecanismo es la falta de tiempo, la ocupación del tiempo, a todas horas, para evitar las distracciones y reducir el pensamiento a un mero uso instrumental, subordinado a la cadena de actuación. Cumplir órdenes es siempre pensar sin pensar en otra cosa. Lo vemos cada día. La mayor de las distracciones está concebida para evitar la distracción.